La espada en la piedra
Curada por Feda Baeza2016 Galería Miranda Bosch
Es difícil abarcar las pinturas de Camila en un solo golpe de vista. En un único instante las grandes superficies de sus obras tienen algo siempre elusivo. Como si intentasen resistirse a cualquier síntesis, a la emergencia de una figura que funcione como emblema y nos permita luego retenerla en la memoria con facilidad. Tienen más de fondo que de figura. La oquedad de los negros, grises, plateados y un sin fin de omnipresentes azules se dan a ver siempre de modo escurridizo. Son como sombras de un evento que se nos escapa.
La impronta de la pincelada exhibida, la indefinición abstracta de sus formas y la gran escala de su trabajo pueden engañarnos. A primera vista, parece que se refugian en la emblemática tradición de la pintura no figurativa de gran formato que hace ya varias décadas pretendió refundar el campo de las artes visuales sobre la divisa de sus elementos más presuntamente autónomos : el plano, la textura, la línea y el color. Pero acercando la mirada sucede otra cosa. En la obra de Camila, la grandilocuencia del gesto pictórico se disuelve en un modo más mecánico, más serial, más físico, más anónimo. La topografía de sus manchones prolifera en un repertorio de trazos que se alejan resueltamente de la inflexión del gesto expresivo.
Otro indicio central: el soporte. La gran pintura abstracta occidental fue la refundación en clave heroica de un dispositivo antiquísimo, el cuadro de caballete. En aquel momento, despojando la pintura de cualquier otra “anécdota” narrativa se suponía que emergía una nueva y antigua pureza. Pero este despojamiento descansaba en la construcción social del cuadro, un objeto que garantizaba la máxima movilidad y el intercambio económico. Las telas de esta muestra han abandonado el bastidor, han renunciado a la neutralidad de la superficie tensada para jalonarse y suspender desguarnecidas. Han elegido ser objetos, curvos, accidentados, sujetos por barras de metal, asidos con alambres. Ya no son sólo imágenes. En su desprotección invierten el signo de la perdurabilidad del cuadro para exhibir un carácter contingente, blando, precario.
Otra digresión histórica, esta vez más local. A mediados de los años 80 un joven Guillermo Kuitca se entregaba a la revalidación de la pintura. Pasadas las reyertas neovanguardistas y los primeros conceptualismos, Kuitca se posicionó en el regreso sentimental del trazo pintado. Pero lo hizo de un modo paradójico. En esos años lo deslumbra la figura de Pina Bausch, la coreógrafa alemana que combinó los códigos del teatro y la danza para alterar la escena de su tiempo. Cuando se iban los bailarines quedaba un escenario despojado, una serie de sillas, luces cenitales que en sus escasez enfatizaban la imponente caja vacía del teatro a la italiana. Esta imagen fue una epifanía para Kuitca. Una década después, giró sobre sus pies y contempló otro espectáculo: la disposición de las distintas butacas dirigidas a un punto central, la gran máquina de la visión que es toda sala teatral.
Treinta años después, la obra de Camila cambia los tantos. Ya en un período más formativo, todavía fresco, aparecían los contornos de personajes similares a los de aquel joven Kuitca. Luego a fuerza de reencuadres y cambios de escala ese plano figurado fue expulsado de la superficie pictórica hasta quedarse sólo con el fondo, casi esbozado. La pesquisa continúo y sus telas, ahora como telones, empezaron a buscar el marco de la arquitectura, comenzaron aprecisar de la relación con el cubículo de una sala como si fuese una caja de resonancia, un gran margen tridimensional que les permitiese recalar en algún lado. Nuevamente aparece la máquina de la visión, ya no la sala teatral, ahora la sala de exhibición, pero no figurada en la tela sino señalada por la misma ubicación de las obras.
De manera silenciosa y contundente, Camila se inscribe en el derrotero de la pintura instalada, de la pintura fuera de sí misma, de la pintura autoconsciente de su entorno. Esta exhibición es un acto central en esta fábula.
Feda Baeza